Spinoza

La mirada sinuosa que nos trae de regreso
a nosotros, nunca aceptamos que el sol saliera
allá, lejos, tan afuera, tan imposiblemente amarillo.

Y si las caricias negaban en cierto sentido las palabras,
entonces no lo entendíamos así, acaso queríamos dejar de ser,
es decir, dejar de pensar. Y las tardes cuando finalmente nos decíamos
una que otra cosa, sin ninguna consecuencia, era el hartazgo, el asco,
el saber adonde nos dirigíamos, el miedo sucio, para que.

No escoger un día, dirigirse dulcemente a un panteísmo donde los juicios son hojas, trinos, valles.

Y lo pensábamos tanto y dolía no hablar, porque las palabras ansiaban la muerte, el precipicio, y no es que estuviera mal, pero nunca pudimos decidir por otros, nunca, ni por nosotros.

Noche tras noche nos revolvíamos desde los vasos, mezclábamos un poco del silencio primordial, de ese que comunicaba la ignorancia inocente, con el otro, el culpable, el cobarde, el que no quiere, el que huye hacia si mismo, enterrándose en el sentido que pudo haber tenido.

Los días eran largos entonces, no había horas que los contuvieran. Eran largos, porque en ellos quisimos, mucho, pero no dábamos nada, y tampoco recibíamos, eran largos y grises porque no encontramos jamás la puerta, y porque finalmente terminaron. Y no.

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