Cuerpo, celestial y errante

Nadaba y esperaba que las olas te arrancaran. Esperaba que la sal me sacara el hielo. Esperaba que el sol, que el viento.
La marea igual sabía a caricias. Tercas, torpes caricias para nadie. En la arena moría un pez globo.

Nada va a detenerse, ni a pasar de diferente manera. Cada día, abres la puerta para dejar pasar otro día. Y pasa, inexorablemente, con sus horas largas y sus horas rápidas, pasa con sus pequeñas miserias y sus glorias instantáneas, su tedio y su emoción discreta. El día llano y la noche calma.

No quisiste esto.
En el mar, en la amable lucha con las olas, entiendo que no entendía y que eso era el lastre en mis brazos, en mis párpados. No querías nada, ni a mi, ni lo que traían mis manos. No supe que querías, nunca. Por tanto, no sabía quién eras, que eras. No sabía tu trayectoria. Eres un cuerpo salvaje, sin órbita. ¿Como podía orbitárte, sin resultar dañado?
Inasible, insostenible y ajena, finalmente ajena. Siempre hay un destino para los cuerpos celestiales, que aparentemente erran.

Yo quise construir una sonrisa, en un rostro que siempre se estaba yendo, hacia donde había dejado la última.
Debiste sentir, cuando mis manos se volvieron cuerdas en tu cintura, debiste saber que me arrastrarías.
Hiciste lo que hiciste y el daño está hecho, yo juntaré mis manos y mis ojos y mi pecho roto, a mi propio tiempo. Entiendo ahora porque te abrazaba tan fuerte, como si así te retuviera, como si negara la gravedad que te clamaba. Se hace tarde y cada ola me empuja hacía afuera.

Atardece. Cada atardecer es hermoso.
El de mañana, también lo será.

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