Noche de las noches

No es que me queje, la distribución del mundo, su aire, sus cielos y calles me son benignas. Hay manos que constantemente se tienden y me alcanzan y me dejan sentir dejos de una divinidad que se traduce en risas y miradas y un calor que tiembla entre los dedos. No puedo decir que me falte nada; la abundancia encuentra diferentes significados cuando hay música y las palabras de mis hijos la siguen. Pero entonces, cuando la duermevela separa delicada, apaciblemente mi conciencia de la realidad, comienza una letanía lúgubre; una monótona, áspera repetición de voces y gestos. Las sábanas se adhieren y enredan, los rincones de la habitación parecieran fosforecer, parecieran elevarse. Pequeñas e inútiles cosas, perdidas irremediablemente, reaparecen en mi mente, se adhieren como las sábanas, adquiriendo relevancia, importancia inmerecida. Instantes extraviados se alzan también, vampirizando mi sueño. La cama se vuelve calabozo, se vuelve una cansada butaca donde me revuelvo entre proyecciones de lejanas imágenes, vacuas voces muertas. No es miedo ni culpa, es une lenta, imparable máquina de absoluta imbecilidad. Lo dignamente olvidado se rebela para reclamar lugar en mis tormentos; desde su tumba y sus cenizas remonta vuelo. Lánguido fénix estúpido que consume horas y me escupe en la mañana. No hay nada que recuperar sentado en la cama. La procesión de basura mnemónica ha terminado y quedo confuso y exhausto. Hay que recorrer la cama, arrancar la sábana y almohadas, el baño y recuperar espíritu con café y radio. Salir del embalsamamiento, dejar la noche, dejar que el día me traiga de vuelta al mundo. El ruido y el sol dejan la noche anterior como un episodio vago y puedo pensar y leer el periódico y suponer que eventualmente, soñaré cosas nuevas.

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