O la vida, como gustes.
La tranquilidad que da entender, es la fuente de tantas mentiras inocentes, esa torpe, rudimentaria elaboración que persiste, penosamente.
Nos acercamos apenas a la superficie de cualquier verdad y ya tenemos la celebración lista, ya brincamos y nos tomamos fotos y casi siempre con eso nos basta, la idea de haber entendido algo nos parece suficiente. Muy poco tiempo después sentimos el tirón del vacío y es volcarnos nuevamente a la angustia, a dar tumbos en ese espacio oscuro que es la necesidad de definirnos, de sentirnos completos.
Hay más miedos y tiempo en nosotros que piel y huesos. La longitud hipotética de nuestra lista de aspiraciones y traumas supera por mucho la longitud palpable de nuestros intestinos, de nuestro sistema vascular. Contenemos más fe que sangre.
Somos más concepto que humanos.
La constante expectativa sobre la definición aceptable de nuestra existencia, expedida por los otros adquiere en estos días una importancia suprema. Queremos ser entendidos, admirados, queremos que nuestra existencia exitosa sea certificada por alguien más, cuantos más, mejor. Es imperativo, es ordenado frecuentemente por todos los medios posibles.
Este experimento social tiene el efecto secundario de destruir la intimidad propia. Las ideas son extirpadas y exhibidas sin haber madurado. Las opiniones por supuesto terminan de destruirlas. Uno se aleja de sí mismo, atraído por la apariencia fallida que otros proyectan. Nadie encuentra satisfacción, todos deambulamos sonrientes, ocultando la angustia.
Nos acercamos apenas a la superficie de cualquier verdad y ya tenemos la celebración lista, ya brincamos y nos tomamos fotos y casi siempre con eso nos basta, la idea de haber entendido algo nos parece suficiente. Muy poco tiempo después sentimos el tirón del vacío y es volcarnos nuevamente a la angustia, a dar tumbos en ese espacio oscuro que es la necesidad de definirnos, de sentirnos completos.
Hay más miedos y tiempo en nosotros que piel y huesos. La longitud hipotética de nuestra lista de aspiraciones y traumas supera por mucho la longitud palpable de nuestros intestinos, de nuestro sistema vascular. Contenemos más fe que sangre.
Somos más concepto que humanos.
La constante expectativa sobre la definición aceptable de nuestra existencia, expedida por los otros adquiere en estos días una importancia suprema. Queremos ser entendidos, admirados, queremos que nuestra existencia exitosa sea certificada por alguien más, cuantos más, mejor. Es imperativo, es ordenado frecuentemente por todos los medios posibles.
Este experimento social tiene el efecto secundario de destruir la intimidad propia. Las ideas son extirpadas y exhibidas sin haber madurado. Las opiniones por supuesto terminan de destruirlas. Uno se aleja de sí mismo, atraído por la apariencia fallida que otros proyectan. Nadie encuentra satisfacción, todos deambulamos sonrientes, ocultando la angustia.
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