Cíclope

Tenemos menos que decir. Se agotan los tópicos y volvemos a producir voces que pensábamos agotadas. Regresamos y regresamos a los mismos caminos.

Se hace tarde y amanece y leemos las mismas instrucciones para dar los mismos resultados.

Tan fácil ver el cansancio en los ojos del interlocutor. Sabe que reciclas palabras, que respondes o inicias conversaciones fabricadas hace tanto y nos tenemos que perdonar, tenemos que evitar decir que eso ya lo habíamos hablado, con otras caras, en otros días.

Es gratificante sentarse con alguien para no decir nada, para escuchar lo que ya casi no se escucha.

Nuestra voz, nuestras palabras han contaminado todo y todo es una mancha que avanza sobre nuestra mirada, tenemos cada vez menos luz en los ojos y en las manos.

Mentimos a veces para romper la sombra. Mentimos y llevamos la fantasía a niveles ridículos. Contamos una historia que no obedece al mandato de la realidad, del tiempo, del espacio.

Hablamos y solo así nos escuchamos realmente, cuando no seguimos los anillos perfectamente surcados en el disco de nuestra existencia. ¿Como podríamos tolerar tanto?

Hablamos falsedades que nos apetecen. Y hay quien quiere creerlas, empezando por quien las pronuncia. Y lo hemos hecho siempre.

Imagino hace algunos siglos en alguna campiña medieval a un campesino encontrando el fémur gigantesco de algún saurópodo ancestral. En la mente de los monjes o algún otro carnicero era perfectamente claro: Eso era la muestra inequívoca de que un cíclope gigantesco había sido derrotado en esos campos, seguramente por algún valiente dios tratando de defendernos, porque, ¿Que otra cosa podía tener una pierna así de grande? Por supuesto que un reptil no, que estupidez.

Así nos hemos contado las mentiras más hermosas y lo seguiremos haciendo, porque seguimos sin saber casi nada y lo poco que sabemos es terriblemente trivial y aburrido.

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