Abrazo al hábito


"One of this mornings,
you´re gonna rise up
singing"
Satchmo to Ella
Summertime




Se puede andar indefinidamente extraviado, también se puede mantener una rutina enfermiza, e inexplicablemente, vivir. Se puede tener una de esas profesiones de riesgo, ser fanático de la adrenalina, y se lleva una vida tolerable. Lo que no se puede hacer, es permanecer aburrido mucho tiempo. No he conocido a nadie que permanezca aburrido mucho tiempo. O se divierten o se matan, pero aburridos, no.

A mi personalmente, me funcionan muy bien mis hábitos. Es más, creo que mis hábitos me han mantenido a flote, a lo largo de la vida. Soy un cúmulo de mis hábitos, la mayoría afortunadamente, malos. Eso me da la oportunidad de ser medianamente interesante y me ayuda a tolerar esa viscosidad que le gustaba pregonar tanto a Sartre. Mis hábitos son un magnífico chaser para el trago amargo de bueno, eso.

Tengo muchos, lo presumo. Fumo, por ejemplo. Ya alguien desperdició algunas páginas tratando de explicar como fumar no es un mal hábito. Algo acerca de malos hábitos, que en realidad son buenos, por encantadores, algo así, no sé. Como sea, fumo, y me dicen que eso es más bien una adicción. Pero, ¿Que es una adicción, si no un hábito encarnado?, Un hábito que termina enraizándose en el sistema nervioso, o en el endocrino o en lo más profundo de nuestras falencias infantiles.

Pero fumo y lo disfruto, pese a todas las restricciones que ahora se sufren cuando a uno le da por encender el cigarrillo. Antes no había más que pensar en fumar, para traer ya el cigarro encendido en los labios, donde fuera. Ya no es tan sencillo, pero igual, uno se las ingenia. Mientras fumo, por ejemplo en la calle, me resulta casi imposible desarrollar otro de los hábitos: Observar, Observar empecinadamente, observar duramente. No dejo algo hasta que termino por desahuciar cualquier oportunidad que tenga por interesarme. Unas piernas, los zapatos de un turista, la etiqueta adherida en un bus, el rehilete de un niño, un atardecer, un semáforo caído, un lunar inusual, un perro quieto, la playa, un tatuaje, equis, mil cosas siempre.

Por lo general, prefiero que estos ejercicios observatorios se dirijan a objetos inanimados o animales, antes que a humanos. Ya me he encontrado con muchos ojos furiosos, que me sorprenden a mitad de una observación, para provocarme el desvío de mirada y rubor consiguiente. Me he escapado de varias trompadas, bien merecidas, por lo demás. A nadie le gustan los fisgones, ni a mi. Pero no voy a renunciar a un hábito por presiones externas. Es mío, y feo y todo, lo quiero.

Uno de los que más problema me causa, es el de extrañar. Extrañar nunca es del todo cómodo. Implica ausencia de alguien, algo. Entonces extraño, y ya el hábito me ayuda como lo hace siempre, me distrae, aunque no siempre a los mejores lugares.

Este hábito en particular es causante de cambios en mi humor, dejándome lívido o melancólico, justo en medio de fiestas o juntas semanales. Esos no son estados de ánimo apropiados para esas circunstancias, y ahí me tienen, tratando de modificar el gesto dejado por la imagen de un perfecto impermeable adquirido en 1997, que jamás volví a ver, frente a personas que esperan el reporte de avances del último trimestre, y que esperan sonrisas y no la cara del dueño de un impermeable irremediablemente perdido.

Esas cosas provoca el hábito de extrañar. A veces extraño un platillo específico, justo enfrente de las viandas que me obsequia animosa, una bien intencionada vecina y ve, ya no habrá forma de convencerla de que escupí el bocado porque me acordé de un chiste rebueno. Nada, no quiero ni hablar de cuando me acuerdo de ti, por ejemplo.

Esas son tardes excepcionalmente grises, dignas de películas de Bogart, con soundtrack de Piaf.

Y así los hábitos, como ese otro de escribir elaboradamente sobre temas sin la menor importancia. Distracciones.

A veces pienso que mis hábitos son como agua, la misma agua, que pasa de un vaso a otro, infinitamente.

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