Campos verdes
Vamos ateniéndonos al fondo del vaso, a la conclusión a medias que nos da la felicidad postrera del alcohol; noche, cemento y luces, se sabe, no somos culpables más que en ese reducto dolido de la mañana. Vamos pues entonces, atengámonos al fondo del vaso.
Pasa el ruido, el dolor, la náusea. En verdad pasa todo.
Y decir esto es una reivindicación de un miedo, casi dulce, que nos acompaña desde nuestra primera y tierna infancia. Nuestro primer y verdadero amigo.
Y ahí vamos todos, dándonos de narices contra nuestros días, girando con nuestros papeles, nuestras pequeñas batallas diarias, vamos entrándole al reloj, a las tarjetas, a la terca rutina que nos engatuza tibiamente con sus promesas quincenales, sus abonos fáciles, sus 15 minutos de descanso, vamos metiéndonos, ya distráidos, ya cansados al latente vientre del decrépito lobo, a la conmiserada vida y su ciudad y sus lentas máquinas. El deplorable estado de deshecho.
Y no estámos solos, no estámos acompañados tampoco, pero el hartazgo en los rostros de las cinco de la tarde vale de guiño, en las estaciones, en los andenes que se tienden largos hasta casa, tenemos sombras que vienen de un sólo latido, una conciencia colectiva que apunta a una única, solapada verdad: Todo se va a acabar, en cada calle, en cada motor, en las suelas de los zapatos, en el derrotero hasta el viernes, en la distancia hasta el WC, en las telenovelas, en la agonía del perro recién atropellado, en la tarde del domingo, en la carcajada del imbécil, en el grito de gol, en la jeta del jefe, en brinco de rojo a verde, en la voz del teléfono hay un secreto cifrado:
Te vas a romper, inevitablemente, vas a acabarte y finalmente, el arduo y mundial deseo de desvanecerse se hará verdad, se hará presente en el silencio de las hierbas, en el vaivén de la hamaca, en el atardecer mítico, cuando el sol ya no encuentre el camino de vuelta.
Pasa el ruido, el dolor, la náusea. En verdad pasa todo.
Y decir esto es una reivindicación de un miedo, casi dulce, que nos acompaña desde nuestra primera y tierna infancia. Nuestro primer y verdadero amigo.
Y ahí vamos todos, dándonos de narices contra nuestros días, girando con nuestros papeles, nuestras pequeñas batallas diarias, vamos entrándole al reloj, a las tarjetas, a la terca rutina que nos engatuza tibiamente con sus promesas quincenales, sus abonos fáciles, sus 15 minutos de descanso, vamos metiéndonos, ya distráidos, ya cansados al latente vientre del decrépito lobo, a la conmiserada vida y su ciudad y sus lentas máquinas. El deplorable estado de deshecho.
Y no estámos solos, no estámos acompañados tampoco, pero el hartazgo en los rostros de las cinco de la tarde vale de guiño, en las estaciones, en los andenes que se tienden largos hasta casa, tenemos sombras que vienen de un sólo latido, una conciencia colectiva que apunta a una única, solapada verdad: Todo se va a acabar, en cada calle, en cada motor, en las suelas de los zapatos, en el derrotero hasta el viernes, en la distancia hasta el WC, en las telenovelas, en la agonía del perro recién atropellado, en la tarde del domingo, en la carcajada del imbécil, en el grito de gol, en la jeta del jefe, en brinco de rojo a verde, en la voz del teléfono hay un secreto cifrado:
Te vas a romper, inevitablemente, vas a acabarte y finalmente, el arduo y mundial deseo de desvanecerse se hará verdad, se hará presente en el silencio de las hierbas, en el vaivén de la hamaca, en el atardecer mítico, cuando el sol ya no encuentre el camino de vuelta.
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